sábado, 28 de agosto de 2010

Big Brother, Big Bang.



Hoy madrugaré un poco más que de costumbre. Por una vez, los niños entenderán por qué hay que levantarse cuando aún es casi de noche. Será como si no hubieran dormido, como si fuera, otra vez, la hora de bañarse, cenar y acostarse. Será divertido. Una aventura.

Ni en días como hoy echo de menos un padre que los levante, les preparare el desayuno, los lleve al colegio. Para qué. Sólo lo extraño en noches como tantas. Y no a un padre ni a cualquier señor. Sólo a ti.

Llevo meses planeando cada detalle minuciosamente. No puedo dejar nada al azar. La vida, con sus jugarretas de última hora, con sus bromas pesadas (¿podría ser la definición de un hombre ¿no?) es  casi como la muerte con su sonrisa implacable.

En realidad es más bien simple: tengo que hacer lo mismo de todos los días para que nadie sospeche. Un día , otro día; como ayer, como mañana. No lo soporto, pero así es, así será. Día a día, todos los días igual, lo mismo de siempre. Pondré la excusa de siempre en el trabajo de siempre y, como siempre, la jefa de turno se lo creerá o hará como que lo cree (¿por qué  a veces tengo la sensación de que nadie me cree?). Quizás  no le queda más remedio porque, todavía o ya a estas alturas del cuento, a la empresa le sale más caro despedirme que aceptar que me merezco más horas de descanso, más días libres, más sueldo, más vacaciones ¡Joder! ¡Toda la vida aquí! ¿Qué menos? ¿No?

He confeccionado un mapa mental con todos los cibercafés desde el cole de los niños hasta unos cuantos kilómetros a la redonda. Al fin y al cabo hago esta ruta cada día, todos, todos los días. He pensado cada detalle en cada ida, lo he perfeccionado en cada vuelta. Lo he redondeado al caminar cada pasillo, en cada ascensor que subía y bajaba. Y es perfecto. Te sentirías orgulloso de mí.

Ya sé que no entiendo mucho de informática, de IP’s, ni huellas digitales ni bits, ni bytes, pero Big Brother, será el Big Bang. Gracias a ti he perfeccionado mi técnica, he desdoblado tras tus huellas mi yo, mi ego, mi super-ego y a toda su parentela. Siempre se dejan rastros en todo lo que una hace en la red. Siempre se dejan rastros en todo lo que una hace en la vida. De algo habrían de servir tantas tertulias virtuales, talleres, blogs en los que se discutía si esa era tan sólo una realidad virtual, paralela, insípida, inútil.

Y, como en toda discusión, nunca se llegaba a nada, pero entonces yo ya sabía. Eres, soy  la prueba de que esta vida es más auténtica que la real. Ahí conseguí enamorarte. Porque —digas lo que digas—, sé que hay ocasiones en que me echas de menos, te siento, te adivino, te conozco. Dices que lo quiero creer, pero no es verdad y lo sabes. No quiero creerlo, lo sé.

 Esas fotos en blanco y negro, difuminadas entre sombras, no te hacen parecer quien no eres, quien alguna vez quieres llegar a ser, tan sólo te permiten expresar lo que el mundo habitualmente no deja ver.

He comprado un pendrive y gracias a aquél amigo cerebrito de mi época del cole de monjas que nunca dejó de mirarme con un “no se qué” (—sí, aquél a quien llamo casualmente cuando falla el ordenador—) y al que con poco más que una sonrisa —apenas nada, no creas, no te pongas celoso, por favor— conseguí sonsacar cómo se usaba el  programita que averiguaba contraseñas privadas.

Ya no creo, ya no quiero la felicidad de los ignorantes en la que he vivido durante casi medio siglo de eso que llaman vida. Ahora necesito más. Lo quiero todo. Y de sobra sabes que lo merezco.

Apenas podía, en la mañana, mientras los niños dormitaban en el coche, esperar para conocer cada detalle de la vida de aquel con —bueno, vale, nunca dijiste directamente que, pero hay cosas que no hace falta decir — el que tantas noches en vela he pasado “enganchada”, soñando despierta frente a una pantalla en la que —no serás capaz de negarlo—, brillaba la felicidad.

Mi madre irá a buscar a los niños por la tarde. Le dije que tenía que ir al hospital para unas pruebas. Que les hiciera cualquier cosa. Que había croquetas congeladas en el congelador. Que les fria unas papas y unos huevos. Sólo es un día. Nuestro día. El día y, Big Brother, será el Big Bang.

Doce horas después, casi anocheciendo, en el último ciber de la lista, cuando por fin pude acceder a tu correo electrónico supe con certeza que ya nunca podrás hacer nada sin que yo sea testigo . ¿Te imaginas siquiera la sensación de poder? ¿Te das cuenta de qué tranquilidad?. He podido repasar los últimos dos años de conversaciones con cientos de mujeres, amigos, compañeros de trabajo. He leído mis propios mails , tus respuestas.

No ha sido fácil pero he buscado la fecha exacta en que decidiste hacer público que habías conocido, por fin, a (¿otra?) la mujer de tu vida. Quizás creíste que ese día mi mundo, ese imaginario según tú, se vendría abajo. Esa parte ya la he superado. Sé que me echas de menos. Lo leo. Lo dices y lo escribes y lo dejas a la vista para que lo encuentre, arrepentido e incapaz de reconocer tu error. Distingo cada guiño, cada palabra, cada gesto mío en tus palabras.

Tal vez, lo que no llego a entender, lo que no alcanzo a descifrar es por qué pretendes hacerme creer que durante todo este tiempo no he estado hablando con el hombre de mi vida, sino con la máldita última mujer de la tuya.

María Martín ©


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